domingo, 17 de diciembre de 2017

Primera parada: 4 días en Tokio

4  días en Tokio



Tokio fue nuestro primer destino en la odisea por Japón. Llegamos el día 10 de octubre, porque después de nuestro viaje en avión, habíamos viajado al futuro. Sí, porque, a pesar de haber salido de casa el día 9 de Octubre y de estar en dos aviones, hay que sumar las siete horas de diferencia que hay entre Barcelona y Tokio.  

Tokio nos recibió con un tiempo más estival que otoñal, con una temperatura digna de llevar camiseta de manga corta que chaqueta. Así que empezamos a quitarnos capas de ropa y emprender la aventura de buscar el hotel. 

Lo bueno de que las maletas no llegaran al destino fue que íbamos ligeros de equipaje, con lo puesto, una mochila, un mapa, mucho sueño y muchas ganas de llegar. Aún sin Internet en el móvil, con los datos desactivados y sin wifi, Carlos pudo activar el gps, y, aunque no le decía las calles, servía para orientarnos un poquito. Parecía que el hotel estaba cerca y emprendimos la aventura desde la estación Tokyo Station,  donde nos había dejado  el tren que habíamos cogido en el aeropuerto de Narita, gracias a las indicaciones de Información turística. Pudimos hacer nuestro primer trayecto gratis gracias al JRP

Desde la estación, con el mapa, el móvil y nuestra intuición llegamos al hotel. Casi no podíamos creerlo. Se nos había hecho eterno, a pesar de que no hay tanto, pero con el jet lag y las ganas parecen más largos los caminos, suerte de no llevar las maletas. El hotel se llamaba Horidome Villa. Llegamos antes de la hora del check-in, así que no podíamos subir a la habitación, pero si terminar de realizar el papeleo de entrada. Además, se dieron cuenta que tenían algo para nosotros y era el Pocket Wifi. Ese aparatejo que nos permitiría disfrutar de Internet y que habíamos pagado y reservado con anterioridad en Barcelona había llegado al destino sin problemas. Así que, en la mini sala de espera de la recepción nos dedicamos a investigar cómo funcionaba. Parecía fácil, introducir la contraseña que nos daban en la documentación y conectarlo con el móvil, pero o nuestra mente estaba nublada y adormilada, o eso no quería ponerse en marcha. No sabíamos qué hacer. Después de probar y probar no hubo manera y lo dejamos estar. Entre ese rato de descanso y de pruebas, ya dio tiempo a que tuviéramos la habitación lista. Subimos a nuestra habitación, que eran 6 pasos de largo y ya estaba. Era una súper mini habitación, con cama de matrimonio pegada a la pared, sin armario, un escritorio y el lavabo estaba en lo que debería ser el armario. Estaba muy bien aprovechado el espacio, pero nos sorprendió que fuera tan pequeña. Una vez más nos alegramos de no tener maletas, porque no sé dónde las hubiéramos metido.  Cuando no nos alegramos tanto de no tenerlas fue cuando quisimos cargar los móviles y caímos que el adaptador estaba en la maleta. Suerte que llevábamos la batería externa con nosotros y sirvió para darle un poco de vidilla a los móviles.  
No podíamos llegar y ponernos a dormir en la cama del hotel. Así que antes de que el sueño nos venciera, salimos a la calle a que nos diera el are y a descubrir Tokio. A todo esto en la mini habitación, con calma y paciencia, pudimos conectar el Pocket Wifi con nuestros móviles, así que teníamos autonomía para movernos como si fuéramos de allí, gracias a Google Maps y sus indicaciones. 

Nuestra primera parada, y teniendo en cuenta que ya debían ser las cuatro de la tarde. fue ir a Akihabara, una de las zonas que teníamos más o menos cerca del hotel, y que teníamos ganas de conocer. Es el barrio de la electrónica, de los videojuegos y el paraíso otaku. Entre el jet lag, el sueño, el surrealismo de la
Super Mario Bros con Carlos
zona y de los personajes (nos incluimos, porque parecíamos zombies) daba la sensación de estar en un sueño. Era todo realmente onírico. Tiendas estrafalarias, en las que Carlos volvió a la infancia, y disfrutaba viendo cada muñeco de dibujos animados. Eran muñecos de todos los tamaños, de plástico, con unos precios desorbitados, sobre todo para mí que el mundo anime fuera de mi infancia me es totalmente desconocido. Tiendas de videojuegos como una tienda llamada Mr. Potato que se recreaba en aquellos videojuegos y máquinas de los años noventa, parece que lo vintage está de moda y nos trae recuerdos que queremos recuperar. Cafeterías, en las que por cierto no entramos, pero que sabíamos su temática por las chicas que ofrecían sus servicios para que entrásemos, disfrazadas de colegialas. Tiendas de aparatos, como microchips, enchufes y cables. Luces y música a raudales. Todo y sin excepción nos sorprendía. Suerte que las cámaras que utilizamos no son de carrete, si no ese mismo día ya lo hubiéramos acabado.


En Akihabara con el edificio  de SEGA detrás de Pili y Carlos


Después el cansancio nos venció, y aunque era muy apetecible y sorprendente todo ese nuevo mundo lleno de luces, colores y sonidos estridentes, nuestra partida estaba llegando al Game Over. Así que a pie emprendimos el camino de vuelta al hotel. Sin embargo, antes, a pesar de que no eran ni las ocho de la tarde, hicimos una parada para cenar. El sitio elegido era  curry, y descubrimos la cadena de comidas CoCo Ichi, en el que el ingrediente estrella es el curry. Un curry estupendo digno de la India, aunque no lo haya probado nunca de ahí, pero tenía un sabor intenso, sin que picase demasiado, el punto justo y necesario, para darle un sabor único a sus platos. Comimos en taburetes, resulta que en ese local era típico comer en la barra, no tienen costumbre de hacer la sobremesa como hacemos los españoles, si se va a un restaurante es para comer y poco más. Nos sorprendió que al entrar y sentarnos, sin pedir nada, ya nos sirvieron un vaso con una jarra de agua fría. No fue el caso de querer para beber otra cosa, pero tampoco vimos que en la carta hubiera bebidas, solamente muchos platos de comida, todos con su respetiva foto, para que nos resultase más fácil descifrar el contenido del plato. Yo acabé pidiéndome arroz con pollo rebozado y curry, delicioso. 
Con el apetito saciado solamente faltaba cargar energías, así que nos fuimos a nuestro hotel, para dormir en nuestra mini habitación, y recuperar el sueño perdido en el vuelo. Mañana sería otro día con mucho que descubrir.

Segundo día: Parque Ueno  y Templo Sensoji de Asakusa

Siendo ya un poco más personas, habiendo descansado y amanecido en Tokio, con el jet lag ya casi olvidado. Nos levantamos, desayunamos un café en el hotel- ya que en el hall había una cafetera para prepararte café o té- y emprendimos nuestra ruta. La primera parada era visitar el parque Ueno. Seguro que desde donde teníamos el hotel había muchas opciones de transporte, pero no nos importaba caminar. Además a nosotros siempre que vamos de viaje nos gusta patear y callejear las ciudades, porque siempre descubres algo bueno. En este caso lo malo, entre comillas, es que nos íbamos parando en cada tienda, ya fuera para hacernos una foto con Super Mario, para entrar dentro y ver qué había, o simplemente curiosear en el escaparate A pesar de tantas paradas,  llegamos al parque.  

El parque Ueno no lo visitamos por ser uno de los parque urbanos más grandes de Tokio, sino que dentro de él se encuentran: el zoológico, museo de arte moderno, museo de ciencia, museo de arte oriental, y otros muchos. No entramos ni en el zoo, ni en ningún museo. Nos llamaba la atención pasear por el parque, ver sus gentes, y entrar en los templos que hay dentro de él.

Siguiendo el camino llegamos hasta un estanque, Shinobazu, que da mucha tranquilidad y está rodeado de vegetación de todo tipo, con hojas inmensas y muy bien cuidado. Prosiguiendo el camino y rodeando el estanque llegamos al primero de los templos, que más bien parecía una cabaña, porque era muy pequeño y todo de madera. Antes de entrar, tuvimos que hacer el ritual: cerca del templo, había una especie de cazuelas con un palo y agua, teníamos que echarnos en las manos, como acto de limpieza y purificación. Además, había mucho incienso, muy cerca de la puerta. El templo se llamaba Templo Betendo. Éste es un templo budista y tenía un buda dentro de madera, como todo él. Todo el mundo estaba en silencio o rezando. Daba impresión estar ahí dentro, porque parecía que vulnerábamos la intimidad de quien buscaba refugio y tranquilidad. Así que le echamos un vistazo rápido y salimos. 

Cerca del estanque seguimos paseando y se escuchaban muchos pájaros que aclimataban el ambiente bucólico del lugar, a pesar de estar en plena urbe. Quisimos ir a otro templo, que estaba más arriba y que para llegar había que subir unas cuantas escaleras que estaban flanqueadas por farolillos era el Santuario de Toshogu. Este santuario es uno de los más famosos del parque, porque es uno de los pocos que sobrevivió a terremotos y a guerras, así que se puede considerar uno de los más antiguos. No llegamos a entrar dentro, para no interrumpir a quienes estaban rezando o meditando, pero sí que sentimos su majestuosidad viéndolo y rodeándolo por fuera. Además de ver los papelitos que la gente colgaba fuera, en una especie de mural, para que les trajese suerte. Eso lo fuimos viendo en muchos templos, deseos y sueños de mucha gente que había ido hasta allí y había dejado por escrito sus anhelos, para que se hicieran realidad.   

Pili: en uno de los templos del parque Ueno


Después de caminar y caminar, nos entró hambre y al ser nuestro primer día como personas queríamos comer sushi. Nos entró antojo de comer sushi en Japón, puede parecer una tontería, porque la gastronomía japonesa no se singulariza solamente por el famoso sushi, si no que tiene mucha variedad. Ya os lo contaré en otro post. Pero, sigamos, queríamos sushi, y aprovechando que teníamos Internet en el móvil, optamos por buscar en Google Maps. Encontramos un restaurante japonés, japonés, tan japonés que costaba pedir la comida, porque no nos entendían. Fue un show pedir agua. Suerte que en todos los restaurantes te sirven agua o té, pero en este caso fue té, y yo tenía mucha sed de agua fresquita. Finalmente nos sirvieron la bebida deseada. Después, tuvimos un manjar de surtidos sushis, de todo tipo. Muchos no los habíamos probado nunca, y los que habíamos probado, poco tenían que ver con los de allí.  

Con la barriga llena proseguimos caminando, a un paso más ligero y disfrutando de las calles de Tokio, hasta llegar al Templo Sensoji. Uno de los templos más antiguos y concurridos de Tokio. Cuando te vas acercando, supongo que si ves, vas viendo la majestuosidad, pero si no ves, como es mi caso, vas escuchando todo el bullicio que te vas a ir encontrando en el centro de todo el meollo.
En el templo Sensoji Carlos y PiliEl templo estaba al aire libre, podías entrar, pero ahí el silencio, solamente  interrumpido por algún flash, tos  y las campanas de fuera, contrastaban con todo el jaleo que había en la calle. Las calles de los alrededores estaban repletas de mecanismos para seguir el ritual antes de entrar al templo: una olla grande con incienso, tan grande que si te acercabas mucho acababas ahumado y tosiendo. Cacharros como cazuelas gigantes, para poder lavarte las manos. Todo eso se hace para ahuyentar a los malos espíritus. También había un sonido muy peculiar, parecían monedas, pero no lo era. Eran unos pelitos dentro de tubos metálicos, que si pagabas, podías coger uno, para ver qué futuro tendrías. Yo tuve mala fortuna, así que prefiero no recordarlo, pero todo, absolutamente todo era muy emocionante. Parecíamos niños pequeños en un parque de atracciones, ya que no paramos de asombrarnos y quedarnos absortos con todo lo que nos rodeaba.  Audio Templo Sensoji


Siguiendo el camino había muchas paraditas, al estilo mercadillo, en el que vendían desde dulces, hasta kimonos, desde imanes hasta abanicos. Cualquier souvenir que estuvieras buscando o que no, lo podías encontrar ahí. Además de poder degustar, como fue nuestro caso, dulces exquisitos, como fue un magic fish, según me dijo Carlos un pez Pokemon que estaba relleno de chocolate, toda una bomba para los más golosos.

Después de caminar, hacernos fotos, vídeos y comprar, necesitábamos sentarnos. Encontramos una terracita que, a pesar de ser octubre, daba gusto estar ahí. Así que nos pedimos unas cervecitas japonesas, fumamos y disfrutamos del momento.  Nuestra idea era ir a ver uno de los edificios más altos de Tokio, para ver las vistas, la Torre de Tokio. Un edificio que es bastante nuevo, 2010, y con más de 600 metros de altura. Sin embargo, estábamos cansados, se había hecho bastante tarde y oscuro, había que pagar y era algo caro, así que optamos volver al hotel caminando, aunque tuviéramos más de una hora andando. Queríamos caminar sin prisas. Cenamos algo rápido cerca del hotel, no es que tuviéramos prisa, pero es que allí lo de la sobremesa no se lleva. Así que la gente come y se va. Comimos un arroz caldoso. Y nosotros pensando que eso era ramen, ya descubriríamos más adelante lo que era el verdadero ramen, pero es que el sitio se llamaba ramen express o algo así, y eso nos confundió.

Día 3- 12 de octubre- Shibuya y alrededores

Nuestro tercer día en Tokio había llegado. Nosotros parecía que nos íbamos aclimatando al cambio de horario. Ya teníamos maletas, al llegar el día anterior estaban en el hall del hotel y nos las subimos. Pregunté cuándo habían llegado, pero la única respuesta fue un ok, la cual cosa me hizo darme cuenta o que mi inglés era más patético de lo que yo creía o que no tenían ni idea de inglés en el hotel.   

Fuimos a desayunar a un sitio que se llama Saint Marc Café Choco Cro, un sitio cercano a nuestro hotel y por el que habíamos pasado en varias ocasiones. Desde fuera ya se veía con muy buena pinta, ya que se veían muchas pastas en el mostrador. Nada más entrar se notaba el calor y el olor a café. Creo que es el mejor sitio para degustar un buen café en Japón, ya que el resto de cafés que probamos no estaban para nada a la altura. Cuando estuvimos comiendo las pastas que habíamos pedido, sentados en una mesa, vimos que había un trasiego de gente que subía escaleras y descubrimos que tenía más plantas. En la tercera planta se podía fumar. Así que después de comernos nuestro cruasán, fuimos a la tercera planta, para tomarnos el café con un cigarro, como hacía tiempo sucedía en España. Eso sí, yo reconozco que soy fumadora, pero rara, ya que no me gusta meterme en un sitio que se pueda fumar, pero que parezca una pecera de humo, porque para eso no fumo. Sin embargo, cuando llegamos vimos que estaba muy ventilado, que se podía respirar y sin casi olor a tabaco, nos quedamos en una de las pocas mesas libres. Había bastante gente, la mayoría hombres trajeados, que estaban en mesas acompañados, o quienes no lo estaban, estaban con un ordenador, un café y un cigarro en la mesa. Estuvimos un rato disfrutando de ese momento de tranquilidad, con el café y el cigarro. Hasta que ya nos pusimos en marcha.   

A pesar de que era 12 de octubre, día de mi santo, yo no era muy consciente de ello. Era un día más, pero en Japón. Ese día habíamos quedado con Jiwon, una coreana que conocimos en nuestra etapa de Dublín. Ella hace años que vive en Tokio, y desde que se enteró que íbamos para allí, se arregló su agenda, para poder quedar con nosotros. De hecho pidió fiesta en la tienda en la que trabaja, para poder dedicarnos todo el tiempo del mundo. Quedamos en un punto clave:  estatua de Hachiko.  

Carlos y Pili con Hachiko

Nosotros teníamos muchas ganas de ver la estatua del perro más fiel y venerado de Japón. Nos hicimos solamente un par de fotos, porque estaba a tope de gente, de hecho hasta tuvimos que hacer cola, para esas fotos. Todo el mundo quería retratarse con el perro. La estatua es muy pequeña y está en un pedestal, está justo al salir del metro y de tren de Shibuya. 
Además, justo el primer cruce que te encuentras es el más famoso de Tokio, por la cantidad de gente que cruza cada día. Estábamos ilusionados de poder cruzar la carretera, como si no lo hubiéramos hecho nunca, pero es que pasar al mismo tiempo que lo hacen más de dos mil personas, no es cualquier cosa. Es cierto que cuando lo cruzamos por primera vez, al mediodía y tras el reencuentro con Jiwon, no fue tan impresionante. La mayoría de personas estarían trabajando y no era tan transitado, pero de igual modo nos  hizo mucha gracias pisar el asfalto más pisado del mundo. Aunque, realmente no nos sorprendió tanto. Sin embargo, cuando horas más tarde, cuando la oscuridad dejaba paso a las luces de neón y todo el mundo había salido de las oficinas, eso fue como si fuera la guerra. Un enfrentamiento entre los que pasaban de un lado con los que queríamos ir al otro, parecía un juego de niños, el tiempo era el semáforo, tenías que llegar a la otra orilla y todo sin chocarte con nadie. Lo logramos y en varias ocasiones, porque, como si fuéramos críos queríamos pasar una y otra vez. Jiwon se reía de nosotros, nos hacía fotos y lo entendía, porque no éramos los únicos  quienes le habían ido a visitar y hacían lo mismo. Imagino que en su caso, que tiene que pasar muchas veces por ahí, para ir al trabajo, no le da tanta importancia, es un simple cruce, un simple trámite que conlleva vivir con tanta gente en Tokio.  

Jiwon nos hizo de guía llevándonos a visitar tiendas de los alrededores de Shibuya, centros comerciales que eran grandiosos y tenían de todo. A petición de Carlos fuimos a una tienda museo de One Piece un anime que suele seguir bastante y le gusta. En la tienda vendían muñecos de los personajes, gorros, libretas, ropa, etc. Nos hicimos algunas fotos con algo del escenario y con las figuras de los protagonistas y nos fuimos. Después de visitar y caminar mucho, fuimos a comer a un sitio que era muy japonés, no recuerdo el nombre, porque nos llevó Jiwon. Era un restaurante, en el que podías elegir comer en un tatami, y como queríamos empaparnos de la tradición japonesa, no nos negamos en absoluto, al revés nos hizo gracia probarlo. Tuvimos que esperar un rato, porque había bastante cola, pero había asientos para esperar. No era nada turístico, creo que todo el mundo que había allí era japonés. Sin ella no sé si lo hubiéramos descubierto, además que todo estaba en japonés y sin imágenes. Antes de entrar a nuestra “mesa” nos tuvimos que descalzar y dejar nuestro calzado, donde estaba el resto. A mí sinceramente, me daba un poco de apuro, porque después de haber estado toda la mañana caminando no sé si mis pies harían algo de olor, pero se tenía que entrar con calcetines al tatami.  Jiwon eligió los menús por nosotros, ya que no entendíamos nada, ni siquiera estaba en inglés, ni había imágenes. Había un poquito de todo: sopa miso, carne tierna y rebozada de cerdo, verduritas y agua y té que te iban sirviendo los camareros. A mí se me hizo un poco raro eso de comer en el suelo, era algo incómodo, porque no estamos acostumbrados. Suerte que no me llevé a Kenzie, porque para ella hubiera sido un castigo estar tan cerca de la comida y no poder comer nada, hubiera estado totalmente a la altura de su hocico.  
Jiwon, Carlos y Pili comiendo en tatami

Una vez más tuve que pedir cubiertos, ya que no había en la mesa, solamente palillos, y no quise arriesgar a no disfrutar de la comida por comer con palillos. Pensé que al ser tan japonés me dirían que no tenían, pero afortunadamente para mí, sí que me dieron tenedor, cuchara sí que había para la sopa. Con el tenedor pude comer mucho mejor la carne y el arroz que siempre ponen, porque es como si fuera el pan para ellos.

Con la barriga llena costaba más ponerse en marcha, pero tenía más rutas preparadas para nosotros. Nos llevó a una calle muy famosa llamada Takeshita-Dori. Una calle peatonal llena de gente por todas partes y tiendas pequeñas de toda índole, desde multinacionales conocidas por todo el mundo a otras independientes y pequeñas que vendían camisetas de todo tipo. En esa calle había una pantalla en el que salía la gente reflejada.

Hicimos una pausa, para descansar y reponer fuerzas, tomando un zumo, antes de ir a un parque que quería llevarnos muy bonito por sus árboles. Nos quedamos con la descripción de Jiwon de lo bonito que es, porque a lo tonto se nos había echado el tiempo encima y quedaban diez minutos para que cerrasen, así que ya no pudimos entrar. Así que paseamos por otro parque grande, lleno de cuervos y con letras de Tokio por las cercanas olimpiadas de 2020. Lo recorrimos entero. Yo estaba cansada, llevábamos todo el día caminando. Hasta que volvimos de Harajuku caminando hasta Shibuya y vimos la diferencia de verlo de día a la noche. Era todo un espectáculo, luces, música y gente por todas partes. El cruce de Shibuya que, una vez más cruzamos, era toda una odisea, porque estaba sin hueco para cruzar, tenía mucha más emoción. 

Por la noche empezó a llover, así que sin paraguas y ante la sorpresa, nos llevó a un centro comercial, para que desde la planta de arriba, viéramos las vistas. Estaba bastante oscuro y solamente se veían las luces de la ciudad. Ahí es cuando pensamos qué hacer, yo optaba por ir yendo para el hotel, pero Jiwon insistió en que teníamos que buscar un restaurante para cenar, ya que así brindaríamos por el reencuentro. A pesar de que a Carlos le apetecía mucho ramen, para ello tienes que ir con hambre, y nosotras dos no teníamos ganas de ramen. Así que nos buscó un sitio que nos gustase a todos. Queríamos ir a una izakaya, una taberna, para poder comer y beber lo que quisiéramos. Todas las que probamos, quizás porque era viernes por la noche, estaban a tope de gente y algunas con reservas. Así que nuestra cena se convirtió en una búsqueda, ella iba mirando en su móvil, no sé si recomendaciones de amigos o qué, pero íbamos de un sitio a otro, sin encontrar dónde cenar. Hasta que entramos en un edificio, cogimos en un ascensor y en la planta 7 o así se abrieron las puertas y había un restaurante. Había gente esperando y nos sentamos a esperar. Parecía que no llegaba nunca nuestro turno. Realmente un sitio en una planta, la que sea, no lo hubiéramos encontrado sin ir sin ella, porque no te fijas, ni piensas que en un edificio cualquiera, vaya a ver un restaurante en tal planta, están escondidos. Tuvimos una mesa para nosotros y tenía una dinámica peculiar, había una tablet en el que tenías que pedir lo que quisieras y el camarero te lo traía al poco de pedirlo. Era todo de tapeo, que si pinchos de pollo con verduras, que si otro con salsa, que si otro con hueso al estilo alitas, etc. Todo lo hicimos acompañado de cervezas japonesas que nos había recomendado y nuestra sorpresa fue que se podía fumar en la mesa. No es que fuera un sitio específico para fumadores, sino que en todo establecimiento se podía fumar. Nos contó que en sitios así, tipo tabernas, izakaya, dejan fumar, porque también se puede beber alcohol. La verdad es que el sitio no estaba nada mal, porque ibas comiendo, veías que te apetecía algo más, y no tenías que esperar a que llegase el camarero cogías la tablet y volvías a clicar sobre lo que te apeteciera, igual sucedía con la bebida. Estuvimos cenando, mientras recordábamos viejos tiempos de Dublín y nos contaba sus planes de futuro en Japón, ella está muy a gusto en Tokio y no tiene previsto dejar la capital japonesa, porque tiene trabajo y le gusta el estilo de vida.

Después fuimos los tres para la estación de Shibuya, ella iba hasta otra línea de metro, pero nos acompañó hasta la nuestra y nos despedimos hasta que el destino nos vuelva a juntar en un próximo destino. Nunca se sabe quizás es ella quien viene a visitarnos.

El día de mi santo, aunque sin saber casi que era mi santo, había terminado. Había sido un día más que completito, en el que no dejamos de practicar inglés, visitar tiendas, probar comida al estilo japonés y sobre todo caminar y caminar. Un día completo y divertido.

Día 4- Mercado de Tsukiji, Shinjuku y alrededores

Cuando nos despertamos y fuimos a tomar el café nos dimos cuenta que estaba lloviendo.
La primera parada era ir a la Lonja de Tokio, mercado de Tsukiji. Así que nos bajamos en Tsukiji station y parecía que lo tendríamos cerca, pero no veíamos nada. Después de que el GPS recalculase ruta, seguimos sus indicaciones, y empezamos a ver muchas paraditas, escuchar el jaleo de los vendedores y notar el olor del pescado. Vendían desde pescado seco, a pescado fresco y algas. Nosotros queríamos ir a desayunar, ya que nos habían dicho que preparan un sushi delicioso y más fresco imposible. Íbamos con ganas, a pesar de la lluvia de disfrutar del pescado fresco de Japón, pero sobre todo de comerlo. No queríamos que la lluvia nos ahogase el día, y queríamos disfrutarlo de la mejor manera. Aunque ir con paraguas no era tan cómodo, al menos no nos mojábamos tanto.

Nosotros no fuimos con paraguas a Japón, aunque yo recomendaría que en cualquier viaje, se lleve uno, aunque sea de los pequeños. Yo llevaba unos chubasqueros de viaje que me habían regalado las compañeras de trabajo. Se trata de un chubasquero que ocupa muy poquito y lo puedes llevar a cualquier parte, porque no te ocupa espacio en el equipaje. Al no llevar paraguas, al pasar por una tienda de conveniencia, 7eleven, vimos que tenían paraguas, pero rechazamos la idea, para no ir cargados durante todo el viaje con ese paraguas tan grande. Así que fue entrar y salir. Sin embargo, al salir de nuevo a la calle y ver que la lluvia empezaba a apretar y ver qué era necesario llevar uno, entramos de nuevo. Compramos uno de esos paraguas transparentes, allí parece que es lo más típico, porque casi todo el mundo llevaba uno de esos. Son grandes, y pueden resultar incómodos de llevar, pero protegen muy bien de la lluvia, son fuertes y resistentes, además tiene la ventaja de poder ir viendo a quien tienes delante, porque es transparente y no te oculta nada. 

Bajo el paraguas japonés, transparente


Con el paraguas, el chubasquero, las cámaras y las ganas visitamos muchos puestecitos del mercado de Tsukiji. No sabíamos dónde desayunar, más bien almorzar, ya que muchos de los puestos eran callejeros, pero con la lluvia no nos apetecía comer de esa manera, por lo incómodo que puede ser, comer evitando que se te caiga al suelo, haciendo malabares y encima mojándote. Así que alrededor del mercado, había muchos restaurantes que a precio más que asequible ofrecían sushi entre otros manjares. Nosotros nos centramos en el sushi y entramos en uno que tenía buena pinta y así fue. El restaurante en cuestión se llama Ichiba Sushi con una barra llena de taburetes, no había mesas, la mesa era la barra, porque arriba había una cinta por la que pasaban multitud de platitos con algún tipo de sushi. Veías como los cocineros delante tuyo preparaban el sushi y los ponían el platos, era todo un espectáculo.  Empezamos a coger platitos, uno a uno, y lo primero que me sorprendió era que no había wasabi, con lo que a mí me gusta mezclarlo con la soja. Con el primer bocado lo entendí, y es que al ser pescado fresco, los cocineros ya ponen un poquito dentro de cada elaboración. Probé muchos tipos de sushi, incluso me gustaron más los niguiris que los que más me suelen gustar que son los makis con la alga nori. En este caso creo que me gustaron más los niguiris, porque nunca había probado sushis tan frescos y deliciosos. Empezamos a coger un
Platitos apilados
plato, nos lo comíamos y cogíamos otro. A la hora de pagar, por muy barato que fuese, nos dimos cuenta que habíamos comido mucho. Fue gracioso, porque te dicen lo que le ha costado, apilando todos los platitos y pasando una máquina, ya que depende de la cantidad de platos y del color tienen un precio u otro. No fue un precio desorbitado, para toda la cantidad y la buena calidad de los platos que habíamos degustado. Lo pagamos más que a gusto.

Después de haber saciado y probado muchos sushis, ya no teníamos mucho que hacer en el mercado, ya que las paraditas las habíamos visto. Y, aunque dicen, que lo bueno del mercado de pescado es ir de madrugada, para ver la subasta. Nosotros no madrugamos lo suficiente, como para verla en acción, no era necesario, tampoco nos hubiéramos enterado de mucho. Lo importante era probar el pescado fresco y ver a los cocineros en acción y eso lo hicimos.  Así que una vez  visto, fuimos en dirección al hotel, ya que cerca de nuestro alojamiento estaba el Palacio Imperial de Tokio. Después de rodear el espacio del Palacio, para encontrar la puerta, fue todo un poema al ver que estaba cerrado al público. Tuvimos tan mala suerte que no caímos que los viernes estaba cerrado. Solamente cierran dos días a la semana, lunes y viernes, y coincidió que era viernes. Nosotros en que casi no sabíamos ni qué día era, no habíamos ni caído. Al menos nos hicimos unas fotos desde fuera, a pesar de la lluvia, y queda para visitarlo en otro visita a Japón. 

De ahí nos fuimos a Shinjuku para visitar el Edificio del Gobierno Metropolitano de Tokio. Había leído que este edificio que cuenta con 243 metros es un lugar ideal, para contemplar las vistas de la ciudad sin necesidad de pagar. Así que entramos, pasamos un control de seguridad antes de subir al ascensor, y de ahí directos a la planta 43. Nos dimos cuenta que no éramos los únicos turistas del lugar, había bastantes, pero sin aglomeraciones. Por tanto pudimos ver por los ventanales diferentes panorámicas de la ciudad, además en cada ventanal, en inglés, te explicaban qué se podía observar. Carlos me iba leyendo qué es lo que teníamos enfrente. Además, por supuesto, aprovechamos para hacernos algunos retratos con el marco incomparable de la ciudad de Tokio de fondo. 

Con el fondo de la ciudad de Tokio en el edificio metropolitano


Estuvimos bastante rato, ya que no había límite de tiempo. Incluso descansamos en unos bancos, ya que era un lugar muy tranquilo. Después visitamos una tienda que había dentro con productos típicos de Japón, aproveché para comprarme un zumo de miel, algo raro, pero que sabía que me vendría bien, para mi dolor de garganta.
Nos resistíamos a abandonar el lugar, porque, a pesar de lo majestuoso del sitio, era muy tranquilo, además no queríamos enfrentarnos otra vez a la lluvia japonesa. Pero, nos armamos de valor, me puse de nuevo el chubasquero y nos lanzamos a la calle. Queríamos visitar el barrio de Shinjuku. Este barrio es muy concurrido, tiene muchos edificios altos con luces de neón. Nosotros estuvimos paseando por sus calles, sin ninguna ruta específica, simplemente introduciéndonos en sus calles como si fuéramos de ahí. De hecho visitaos una tienda de electrónica, solamente por el gusto de resguardarnos de la lluvia y ver qué tenían. Era como una de las que tenemos aquí, pero a gran escala, con más de ocho plantas. Una planta solamente para cámaras fotográficas y de vídeo, se nota que a los japoneses les gusta la fotografía y había cámaras que bien podría ser para profesionales. Yo querría haberme comprado, aunque fuera un pendrive original, pero no ví ninguno. Además los precios, más o menso son como los de España, no son más baratos. Hay que tener en cuenta que comprase aparatos electrónicos en el país nipón no es ninguna ganga, quizás hace años sí que lo era, pero ahora no: en primer lugar el precio no es barato, todo lo que ves o casi todo lo puedes encontrar en tu país, además de que cualquier cosa que compres allí después tendrás que comprar un conector para poder enchufar el cable en tu país, hay que tener que los volteos no son los mismos.

Después de pasear y visitar tiendas, nos entró algo de hambre. Hay que pensar que ese día aún no habíamos comido, ya que habíamos hecho un gran almuerzo de sushi. Así que sobre las seis de la tarde ya nos entró un poco de hambre. Había unos “restaurantes” que estaban en una callejuela estrecha, todos agolpados, muchos llenos de gente, en algunos solamente podías sentarte en taburetes y con el inconveniente de que eran al aire libre, solamente había una cortina que separaba la taberna de la calle. Encontramos uno que no estaba muy abarrotado y que tenía mesas y sillas, solamente tres, pero una era para nosotros. Sentamos nuestros aposentos y enseguida nos dimos cuenta que habíamos caído en un sitio para turistas, porque todos los que estábamos allí éramos de fuera. Empezamos a pedir pinchos, de esos que parecen baratos, pero que tienen la trampa de que vas pidiendo, pidiendo y después el precio es muy diferente al que habías pensado. Pedimos: yakitoris (uan especie de pinchos de pollo con verduras),  gyozas (una especie de empanadillas al estilo japonés), ensalada, pincho de gambas, entre otras tapas típicas del país. Todas esas raciones acompañadas de una cerveza japonesa nos entretuvo el estómago y nos sirvió de cena. 

Emprendimos el camino hacia el hotel, pero no habíamos caído que era un viernes y sería las siete y algo de la tarde, así que la estación de Shinjuku fue toda una odisea. Era la primera vez que estábamos allí, estaba a tope de gente, incluso desde la calle teníamos que hacer cola para entrar a la estación, y estábamos más que perdidos. Una vez encontramos nuestro camino, que una vez pudimos entrar con el Japan Rail Pass, el vagón parecía una colmena de personas. No hacía falta ni agarrarse, tampoco podíamos hacerlo, pero como estábamos en una lata de sardinas tampoco corríamos peligro de caernos. Fue agobiante, tanto que nos entró una risa contagiosa de los propios nervios de sentirnos apretados, de no saber dónde estábamos y de vivir esa experiencia. 




En el hotel intentamos adecentar un poco la maleta, al día siguiente abandonábamos la capital de Japón, para ir al Japón más tradicional. Dejábamos Tokio para conocer Kioto. El sábado 14 de octubre nos levantamos en Tokio, desayunamos, pedimos un taxi en el hotel. Llovía una vez más y aunque la estación no estuviera muy lejos preferimos ir en taxi, para evitar mojarnos, además de ir cargados cada uno con su maleta y su mochila. Cuando preguntamos en la recepción del hotel si nos pedían un taxi nos dijeron que no, nos quedamos muy descuadrados, y enseguida nos acompañaron, a falta de poder dialogar, su forma de decirnos las cosas era acompañándonos a los sitios. Nos acompañaron a la calle y allí nos pararon un taxi. La primera vez que cogíamos un taxi en Tokio. El taxista no era muy hablador, creo que suficiente era que nos hubiera entendido que queríamos ir a la estación de tren. El coche sería moderno, pero la decoración de los asientos era digna de los años sesenta en España, todos los asientos tenían una funda de punto, tipo tapete de abuela, la cual cosa nos hizo mucha gracia. Cuando llegamos a nuestro destino la Estación de Tokio, el conductor paró y por arte de magia nuestras puertas se abrieron solas. Nos ayudó a bajar las maletas y se despidió. En la estación vimos una oficina del Japan Rail Pass y quisimos reservar los asientos para Kioto, ya que era una destino de dos horas y algo. No nos entendimos con las máquinas. Hicimos cola, para que nos reservasen los asientos, pero nos dijeron que no había disponibilidad de asientos, para ese día. Nosotros sí o sí teníamos que salir ese día hacia Kioto, ya que teníamos el hotel reservado. Nos aventuramos a ir sin asientos reservados, así que nos tocó ir del vagón 1 al 5. Los trenes, como si se tratase del metro, pasaban con mucha asiduidad y podíamos subirnos en el que quisiéramos, mientras fuera a Kioto. No tuvimos ningún problema en ir sin asientos reservados, porque en esos vagones que era para gente  como nosotros, sin reserva de asientos, podías sentarte donde quisieras y había asientos de sobra. Colocamos las maletas donde pudimos y nos dedicamos a disfrutar del viaje en un Shinkasen (tren bala). Ahora tocaba descansar y pensar qué nos depararía Kioto. 


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